sábado, 23 de febrero de 2008

Resaca de un viaje al Muro

Detesto las despedidas. Es algo superior a mí. Como hombre que soy de esta estúpida sociedad machista consigo evitar derramar lágrimas en casi la totalidad de las situaciones, no sé muy bien por qué, ni si merece la pena, pero el hecho es que lo consigo practicamente siempre. Pero, si es cierto eso de que toda regla tiene una excepción que la confirma, la mía en este caso son las despedidas. Me impresiona sobremanera la idea de no volver a ver-o al menos no poder continuar una relación fluida- a una persona con la que compartí momentos agradables, por breves que éstos fueran, y de la que en mayor o menor medida aprendí algo. Algo que si bien es cierto llevaré conmigo siempre y que, de algún modo, hace que nadie desaparezca definitivamente de mi vida. Me supera hasta desbordarme la idea de cortar irremediablemente, y de raíz-maravillas de las telecomunicaciones aparte, pues el trato cuerpo a cuerpo no hay ingeniero que pueda simularlo-, una relación que me está haciendo feliz, que me está ayudando en ese largo camino que llaman madurez(y del que tantas veces me gustaría huir de la forma más vil y cobarde posible).

Sé que es ley de vida el llegar a un sitio, explotarlo el tiempo del que se disponga, despedirse y empezar de nuevo, una y otra vez. Sé que es la única forma de ir haciéndose mejor persona y ser cada día un poco menos ignorante, pero aun así no consigo que desaparezca de mi cabeza la idea de que es todo demasiado injusto. La vida es demasiado corta como para tener que escoger sólo a unos pocos con quien compartirla, y demasiado desagradecida de por sí como para que encima nosotros tengamos que estar renunciando continuamente a la compañía de quien queremos, hemos querido, o desearíamos con todas nuestras fuerzas poder querer.

La celeridad con que vivimos nos impulsa a no conocer a los que nos rodean más que superficialmente, nos impide empaparnos de las maravillas que aquellos que comparten el día a día con nosotros están dispuestos a ofrecernos, y hace que, continuamente, pasen a nuestro lado personas increíbles sin siquiera percatarnos. Defenderé ante quien haga falta, eso sí, armado únicamente con mi voz y mis sentimientos, que éste es, con diferencia, el mayor problema imperante en la sociedad que nos ha tocado vivir. Somos grandes desconocidos, y lo más triste es que aun así hay quien todavía se atreve a juzgar al prójimo.

En cualquier caso, motivos para ser optimista no me faltan, pues en tan solo veintidós-casi veintitrés-años de vida estoy seguro de haber dado con los tres o cuatro compañeros que todo viajero necesita para que el camino, independientemente de la meta, merezca la pena. Y afirmo, sin miedo a equivocarme, que no habrá despedida traicionera que se atreva a separarnos. Por lo demás, solo me queda intentar transformar los "hasta siempres" en "hasta prontos" con el mayor empeño del que me siento capaz.